Llegar a EEUU nos costó lo nuestro. El avión que cogimos en México DF se averió en pleno vuelo a las 2 horas de viaje y tuvimos que aterrizar en Cabo San Lucas, en el estado de Baja California Sur, aún en México. Un problema en un motor, dijo el comandante por megafonía. Nada más y nada menos. Hacía pocos días de la tragedia de Barajas en Madrid y la gente no se lo tomó con mucha alegría. Pero aterrizamos sin problemas, nos embarcaron en otro avión, igualito al anterior, y finalmente llegamos a Los Ángeles, aunque pasadas las 12 de la noche, más de cuatro horas de retraso sobre la hora prevista. Lo gracioso es que habíamos escogido ese vuelo, que era algo más caro, por que no hacía escalas y llegaba antes que los demás. En fin, cosas que pasan… Por cierto, en la aduana no nos hicieron lo que al bueno de Antonio Canales, por suerte. Estuvieron muy simpáticos y pasamos sin problemas.
Y allí estábamos nosotros en los Estados Unidos de América y todo lo que nos sucedió esa noche, empezando por la movida del avión, fue como estar en una película.
Lo primero que vimos de Los Ángeles desde el taxi que nos llevaba al hotel, el típico amarillo, fueron kilómetros de autopistas de cemento. Está ciudad es enorme. De hecho, es la segunda más grande de EEUU. Y no nos extraña, por que todo son casas unifamiliares y muy pocos viven en bloques de pisos. Exactamente lo contrario que en España. Cuando llegamos al downtown, que es como llaman los yanquis al centro de las ciudades, el taxista nos dice “See. They’re making movies over there” (Mirad, ahí están rodando una película) y, efectivamente, allí vimos el despliegue inconfundible de gente, focos y cámaras de un rodaje de cine en plena noche. Al rato, a dos o tres manzanas de allí, otro rodaje. “Pues va a ser verdad que las pelis las hacen por aquí”, pensamos. El taxista nos cobró 54 dólares que a nosotros, viniendo de México, nos parecieron una pequeña fortuna. El taxista, que resultó ser mexicano y muy majo, nos explicó que aquí los taxis son carísimos y nos recomendó que alquiláramos un coche, que es lo que sale más barato para moverse por LA y que aquí todo el mundo lo hace.
Llegamos al hotel a la una y media de la madrugada y muy cansados. Recogemos la llave en recepción. El ascensor nos da un susto. Todo está oscuro y los pasillos recuerdan a la película “El resplandor”. Eli abre la puerta de la habitación. Todo está en penumbras. Entra y dice “Esto parece muy grande” y, medio segundo después, sale del cuarto despavorida diciendo “¡Hay un hombre! ¡He visto a un hombre!” y cierra de un portazo. Asegura que ha visto primero unos pies colgando de la cama y luego un tipo en calzoncillos tumbado de espaldas. Le pregunto si está segura y me dice “Hombre, no sé, estaba todo muy oscuro…”, mientras se ríe con esa risa nerviosa que te queda después de un buen susto. Reviso el número de habitación. Todo correcto. Pienso “Estamos cansados. Es tarde. No nos puede pasar esto ahora”. Dudamos un momento. Llamo a la puerta y sale un japonés de mediana edad que me mira con una cara entre sueño y asombro mientras le enseño mi llave de la habitación, que coincide con el número dibujado en la puerta. El tío mira mi llave, mira la puerta, me espeta algo incomprensible y cierra la puerta. Tras unos momentos de titubeo, decidimos bajar a la recepción del hotel. Todo resultó ser culpa del recepcionista, evidentemente, que se equivocó de habitación al darnos la llave.
Ya en nuestra nueva y propia habitación (contigua a la del pobre japonés, por cierto) y con Eli ya dormida, de repente oigo un ruido fuera y al mirar por la ventana veo un helicóptero de la policía volando en círculos a escasos 300 metros de mi ventana, apuntando con un enorme foco al suelo, como buscando a alguien. Y así estuvo un buen rato. Al final, tras un lejano ruido de sirenas en la calle, se marchó y todo quedó en silenció tan de repente como empezó. “Esta claro que ya estamos en América…”, pensé.
A la mañana siguiente, tras arreglar un malentendido monetario con la recepcionista, mexicana para más datos, salimos a la calle a desayunar y a dar nuestro primer paseo en “yanquilandia”. En el downtown, que en LA es la zona financiera de la ciudad y donde están todos los rascacielos, las calles están prácticamente desiertas lo domingos. Pero ya empezamos a alucinar al ver que todo es como en las películas: Los rascacielos, las señales de tráfico, los parquímetros, los coches de policía, los taxis, los dispensadores de prensa, las aceras de cemento… Todo extrañamente familiar y extrañamente distinto al mismo tiempo. Y mucha contaminación, que también hay que decirlo.
El taxista de la noche anterior nos había convencido de que lo mejor era alquilar un coche y, como ya íbamos con esa idea para ir hasta el Gran Cañón del Colorado, lo hicimos inmediatamente. La mujer que nos atendió en la empresa de alquiler de coches, mexicana también, se enrolló y nos dio un coche tres categorías por encima del precio que pagamos: Un flamante Chevrolet Equinox con cambió automático (aquí todos lo tienen) prácticamente por estrenar, con todos los extras y 8 días por delante para quemar gasolina.
Ya subidos en nuestro flamante “Chevy”, intentamos buscar alojamiento en zonas más interesantes. Empezamos por la playa de Venice, la de los vigilantes de la playa, por un hostal que nos habían recomendado (gracias, Sergi y Cris). Pero todo estaba ocupado por esa zona y al final nos alojamos en el propio Hoolywood. En un “badulaque” (regentado por Indios, por si alguien no lo pilla) bastante cutre primero, y en un “little china” (regentado por chinos, para los lentos) bastante mejor, después. Todos con nevera, TV y cama “King size” (Enorme. Caben 4 como nosotros). Por cierto, cuidado en LA porque lo primero que puede salir al poner la TV es un canal porno. Si andáis mal del corazón o estáis en tratamiento por ninfomanía, evitad encender la tele en los hoteles.
La primera visita que hicimos fue a la playa de Venice (Por cierto, Darry se bañó y el agua estaba helada). Es la típica de las pelis. Está lleno de frikis y puestos callejeros hippies. La playa es muy bonita y enorme: Con su embarcadero y su parque de atracciones (la noria que siempre sale en las pelis), sus altas y delgadas palmeras, los puestos de los vigilantes de la playa, muchas gaviotas y la zona “musculitos”, donde va la gente a ponerse en forma los que menos o a exhibirse un poco los que más. Toda esta ciudad parece estar hecha para fardar y exhibirse. Para acabar el día, subimos hasta las montañas de Santa Mónica, donde se ven unas vistas espectaculares de la costa y se está muy tranquilo.
Segunda visita obligada: Holywood. La verdad es que todo se reduce a una simple calle, el “Paseo de la Fama”, el cartel de Hollywood en la colina a lo lejos y poca cosa más. Te esperas glamour y te encuentras con mucha gente y todo muy turístico: tours para ver las casas de los famosos, gente disfrazada de personajes de cine que te cobran por hacerte fotos con ellos, el Kodak Theatre, donde se celebra la ceremonia de entrega de los Oscars, el Teatro chino al lado, muchas limusinas y deportivos de lujo en las calles y las estrellas de la fama en la acera.
También recorrimos las zonas más exclusivas de la ciudad: Beverly Hills donde están las casas de los famosos, y Rodeo Drive, donde están las tiendas de lujo, las que Julia Roberts puso de moda en “Pretty Woman”. Aparte de que aquí están casi todos los estudios de cine importantes, no entendemos por que las estrellas eligen vivir aquí. La ciudad, aparte de las playas y de las bonitas Montañas de Santa Mónica, no tiene nada de interesante. Sólo hay autopistas y más autopistas, enormes extensiones de casas unifamiliares, centros comerciales y mucha contaminación. Nos despedimos de Los Ángeles, subiendo por Rodeo Drive, donde vimos la ciudad al atardecer desde lo alto de una de las colinas que la rodean. Lástima que con nuestra cámara (de las compactas, para ahorrar espacio) ese tipo de fotos no siempre salen bien, como es el caso.
Si algo tiene LA es que casi todo te suena ya de antes. Lo has visto u oído en cientos de películas. Luego llegas aquí y todo (o casi) es de lo más normal, pero ya sabemos que en el cine todo parece mejor, más alto, más grande y más bonito. La magia del cine, dicen…
Una última observación: Esta parte de EEUU ha sido invadida por los mexicanos. O mejor dicho, reconquistada. Toda California está llena de mexicanos y se oye hablar español constantemente en las calles y tiendas. Es como si de alguna manera los mexicanos estuviesen recuperando las tierras que perdieron a favor de los gringos tiempo atrás.
Después de 5 días en LA, nos largamos a hacer millas en dirección a Las Vegas y a el Gran Cañón del Colorado, pero eso mejor lo dejamos para otro ratito.
Y allí estábamos nosotros en los Estados Unidos de América y todo lo que nos sucedió esa noche, empezando por la movida del avión, fue como estar en una película.
Lo primero que vimos de Los Ángeles desde el taxi que nos llevaba al hotel, el típico amarillo, fueron kilómetros de autopistas de cemento. Está ciudad es enorme. De hecho, es la segunda más grande de EEUU. Y no nos extraña, por que todo son casas unifamiliares y muy pocos viven en bloques de pisos. Exactamente lo contrario que en España. Cuando llegamos al downtown, que es como llaman los yanquis al centro de las ciudades, el taxista nos dice “See. They’re making movies over there” (Mirad, ahí están rodando una película) y, efectivamente, allí vimos el despliegue inconfundible de gente, focos y cámaras de un rodaje de cine en plena noche. Al rato, a dos o tres manzanas de allí, otro rodaje. “Pues va a ser verdad que las pelis las hacen por aquí”, pensamos. El taxista nos cobró 54 dólares que a nosotros, viniendo de México, nos parecieron una pequeña fortuna. El taxista, que resultó ser mexicano y muy majo, nos explicó que aquí los taxis son carísimos y nos recomendó que alquiláramos un coche, que es lo que sale más barato para moverse por LA y que aquí todo el mundo lo hace.
Llegamos al hotel a la una y media de la madrugada y muy cansados. Recogemos la llave en recepción. El ascensor nos da un susto. Todo está oscuro y los pasillos recuerdan a la película “El resplandor”. Eli abre la puerta de la habitación. Todo está en penumbras. Entra y dice “Esto parece muy grande” y, medio segundo después, sale del cuarto despavorida diciendo “¡Hay un hombre! ¡He visto a un hombre!” y cierra de un portazo. Asegura que ha visto primero unos pies colgando de la cama y luego un tipo en calzoncillos tumbado de espaldas. Le pregunto si está segura y me dice “Hombre, no sé, estaba todo muy oscuro…”, mientras se ríe con esa risa nerviosa que te queda después de un buen susto. Reviso el número de habitación. Todo correcto. Pienso “Estamos cansados. Es tarde. No nos puede pasar esto ahora”. Dudamos un momento. Llamo a la puerta y sale un japonés de mediana edad que me mira con una cara entre sueño y asombro mientras le enseño mi llave de la habitación, que coincide con el número dibujado en la puerta. El tío mira mi llave, mira la puerta, me espeta algo incomprensible y cierra la puerta. Tras unos momentos de titubeo, decidimos bajar a la recepción del hotel. Todo resultó ser culpa del recepcionista, evidentemente, que se equivocó de habitación al darnos la llave.
Ya en nuestra nueva y propia habitación (contigua a la del pobre japonés, por cierto) y con Eli ya dormida, de repente oigo un ruido fuera y al mirar por la ventana veo un helicóptero de la policía volando en círculos a escasos 300 metros de mi ventana, apuntando con un enorme foco al suelo, como buscando a alguien. Y así estuvo un buen rato. Al final, tras un lejano ruido de sirenas en la calle, se marchó y todo quedó en silenció tan de repente como empezó. “Esta claro que ya estamos en América…”, pensé.
A la mañana siguiente, tras arreglar un malentendido monetario con la recepcionista, mexicana para más datos, salimos a la calle a desayunar y a dar nuestro primer paseo en “yanquilandia”. En el downtown, que en LA es la zona financiera de la ciudad y donde están todos los rascacielos, las calles están prácticamente desiertas lo domingos. Pero ya empezamos a alucinar al ver que todo es como en las películas: Los rascacielos, las señales de tráfico, los parquímetros, los coches de policía, los taxis, los dispensadores de prensa, las aceras de cemento… Todo extrañamente familiar y extrañamente distinto al mismo tiempo. Y mucha contaminación, que también hay que decirlo.
El taxista de la noche anterior nos había convencido de que lo mejor era alquilar un coche y, como ya íbamos con esa idea para ir hasta el Gran Cañón del Colorado, lo hicimos inmediatamente. La mujer que nos atendió en la empresa de alquiler de coches, mexicana también, se enrolló y nos dio un coche tres categorías por encima del precio que pagamos: Un flamante Chevrolet Equinox con cambió automático (aquí todos lo tienen) prácticamente por estrenar, con todos los extras y 8 días por delante para quemar gasolina.
Ya subidos en nuestro flamante “Chevy”, intentamos buscar alojamiento en zonas más interesantes. Empezamos por la playa de Venice, la de los vigilantes de la playa, por un hostal que nos habían recomendado (gracias, Sergi y Cris). Pero todo estaba ocupado por esa zona y al final nos alojamos en el propio Hoolywood. En un “badulaque” (regentado por Indios, por si alguien no lo pilla) bastante cutre primero, y en un “little china” (regentado por chinos, para los lentos) bastante mejor, después. Todos con nevera, TV y cama “King size” (Enorme. Caben 4 como nosotros). Por cierto, cuidado en LA porque lo primero que puede salir al poner la TV es un canal porno. Si andáis mal del corazón o estáis en tratamiento por ninfomanía, evitad encender la tele en los hoteles.
La primera visita que hicimos fue a la playa de Venice (Por cierto, Darry se bañó y el agua estaba helada). Es la típica de las pelis. Está lleno de frikis y puestos callejeros hippies. La playa es muy bonita y enorme: Con su embarcadero y su parque de atracciones (la noria que siempre sale en las pelis), sus altas y delgadas palmeras, los puestos de los vigilantes de la playa, muchas gaviotas y la zona “musculitos”, donde va la gente a ponerse en forma los que menos o a exhibirse un poco los que más. Toda esta ciudad parece estar hecha para fardar y exhibirse. Para acabar el día, subimos hasta las montañas de Santa Mónica, donde se ven unas vistas espectaculares de la costa y se está muy tranquilo.
Segunda visita obligada: Holywood. La verdad es que todo se reduce a una simple calle, el “Paseo de la Fama”, el cartel de Hollywood en la colina a lo lejos y poca cosa más. Te esperas glamour y te encuentras con mucha gente y todo muy turístico: tours para ver las casas de los famosos, gente disfrazada de personajes de cine que te cobran por hacerte fotos con ellos, el Kodak Theatre, donde se celebra la ceremonia de entrega de los Oscars, el Teatro chino al lado, muchas limusinas y deportivos de lujo en las calles y las estrellas de la fama en la acera.
También recorrimos las zonas más exclusivas de la ciudad: Beverly Hills donde están las casas de los famosos, y Rodeo Drive, donde están las tiendas de lujo, las que Julia Roberts puso de moda en “Pretty Woman”. Aparte de que aquí están casi todos los estudios de cine importantes, no entendemos por que las estrellas eligen vivir aquí. La ciudad, aparte de las playas y de las bonitas Montañas de Santa Mónica, no tiene nada de interesante. Sólo hay autopistas y más autopistas, enormes extensiones de casas unifamiliares, centros comerciales y mucha contaminación. Nos despedimos de Los Ángeles, subiendo por Rodeo Drive, donde vimos la ciudad al atardecer desde lo alto de una de las colinas que la rodean. Lástima que con nuestra cámara (de las compactas, para ahorrar espacio) ese tipo de fotos no siempre salen bien, como es el caso.
Si algo tiene LA es que casi todo te suena ya de antes. Lo has visto u oído en cientos de películas. Luego llegas aquí y todo (o casi) es de lo más normal, pero ya sabemos que en el cine todo parece mejor, más alto, más grande y más bonito. La magia del cine, dicen…
Una última observación: Esta parte de EEUU ha sido invadida por los mexicanos. O mejor dicho, reconquistada. Toda California está llena de mexicanos y se oye hablar español constantemente en las calles y tiendas. Es como si de alguna manera los mexicanos estuviesen recuperando las tierras que perdieron a favor de los gringos tiempo atrás.
Después de 5 días en LA, nos largamos a hacer millas en dirección a Las Vegas y a el Gran Cañón del Colorado, pero eso mejor lo dejamos para otro ratito.