Un viaje en autobús de 1300 Km. puede parecer una tortura pero no fue así. Los autobuses en Argentina son estupendos, mucho mejores que en México aunque no tan baratos. Claro que, por otra parte, son el único medio de transporte disponible. Volar es carísimo y no hay trenes en todo el país. Fuimos en asientos cama (también llamados “ejecutivo”) que son unos asientos anchos y muy confortables pero que sólo se reclinan 160 grados. Aunque se puede dormir en ellos bastante bien, no entendemos por que los llaman “cama”. A los que se reclinan 180 grados les llaman “tutto-letto” (se nota la influencia italiana), pero ya se disparan de precio. Ponen varias películas y te dan una cena abundante y muy rica, alfajores de dulce de leche incluidos. Y todo regado con un buen vino tinto de Mendoza. Al acabar, un copazo de whisky. Sí, sí, lo que oís. Total, que entre el vino, el whisky y las pelis, caímos en brazos de Morfeo casi sin darnos cuenta y se nos pasó la noche volando.
Por la mañana, tras un buen desayuno en el bus también incluido, llegamos a Puerto Iguazú. Localizamos nuestro hostel, que era limpio, confortable y con una pequeña piscina (que no llegamos a probar). Conseguimos una habitación doble más barata que el dormitorio compartido. La tarjeta de “Youth Hosteling International” empezaba a servir para algo aquí en Argentina (ya nos sirvió en el hostel de Buenos Aires). Una vez instalados y agobiados por el calor y el cansancio del viaje, nos pegamos una buena siesta reparadora.
Puerto Iguazú, al noreste de Argentina, se encuentra justo en la frontera con Brasil y Paraguay, separados entre sí por los ríos Iguazú y Paraná. Después de la siesta, nos fuimos andando hasta el Hito de las Tres Fronteras. El sitio se llama así porque desde allí pueden observarse los tres hitos (pequeños obeliscos) que hay en la orilla de cada país, pintados con los colores nacionales correspondientes. También hay un mercadillo de artesanía que no tiene mayor interés, la verdad.
Después del atardecer volvimos dando un agradable paseo hasta el pueblo, donde descubrimos un restaurante de cocina al wok oriental muy bueno, con buen ambiente y música de fondo de Estopa y Manu Chao (los dos días que fuimos pusieron la misma música). Eso sí, algo caro como todo aquí. Los argentinos abusan todo lo que pueden de las zonas turísticas. Pero nos gustó tanto que repetimos.
La característica más destacada de toda esta zona, aparte del calor, la humedad y la selva, es que la tierra está teñida de un intenso color rojo que, en contraste con el verde de la espesa vegetación, se ve por todas partes: los caminos, las ruedas y faldones de los coches, el calzado de la gente, las aceras… La “Tierra Colorada” se extiende por casi toda la provincia de Misiones, desde Posadas hasta Puerto Iguazú e incluso una parte de Brasil y Paraguay. Ese peculiar color se debe a la abundancia de óxido de hierro en el subsuelo.
El día siguiente amaneció nublado y casi lo agradecimos pensando que haría menos calor que el día anterior. Después de un ratito de autobús, entramos al Parque Nacional Iguazú (40 pesos la entrada) donde nos esperaban las famosas Cataratas del Iguazú, paraje declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. El nombre proviene de las palabras “y” y “guasu”, que significan “agua” y “grande” en guaraní. No hay mejores palabras para describir este lugar. Las cataratas constan de 275 saltos de agua (el mayor conjunto de saltos del planeta) de hasta 80 metros de altura y una extensión de 2700 metros que discurren entre Argentina y Brasil, rodeadas de exuberante selva subtropical. Son también las cataratas con mayor caudal de agua del mundo y dicen que las más bellas del planeta. Habrá que ver todas las demás a ver si es verdad…
Contratamos en la entrada un tour en lancha por las cascadas que llaman “Aventura Náutica” y empezamos la visita recorriendo el Circuito Inferior, andando por largas pasarelas, viendo las cataratas más pequeñas desde abajo y algún tucán, rodeados de mariposas y vapor de agua, hasta llegar a Punta Peligro.
Desde allí una barca te puede llevar gratis hasta la isla San Martín, situada entre las cascadas, pero cuando fuimos nosotros el caudal de agua era muy alto y estaba cerrada por seguridad. Lástima. Allí mismo nos embarcamos en la lancha de la “Aventura Náutica”. Antes nos quitamos la ropa y nos quedamos en traje de baño (más el chaleco salvavidas) que llevábamos debajo. Y acertamos porque acabamos empapados.
La lancha te lleva hasta casi debajo de las cascadas. El agua te llega de todos lados y el ruido es atronador. Muy divertido. Mientras estábamos en la lancha yendo hacia las segundas cataratas, el cielo se ennegreció de repente, empezó a soplar un viento helado y empezaron a caer unos goterones de lluvia tremendos. Mientras nosotros tiritábamos, la barca se metió debajo de las cataratas otra vez y nos volvimos a empapar hasta los huesos. Al salir del barco estábamos muertos de frío. Nos lo pasamos de miedo y, a pesar del frío, fue un acierto llevarse el bañador. La gente que se puso chubasqueros acabó con toda la ropa mojada.
Suerte que también nos llevamos el paraguas, porque tuvimos que seguir andando aún mojados y en bañador un buen tramo hasta una de las cafeterías del parque. Nos secamos y cambiamos en los lavabos y tomamos algo caliente. Estuvimos a punto de decidir volver a casa, porque no parecía que fuese a parar de llover. Al final, nos compramos unos chubasqueros de usar y tirar y decidimos seguir adelante. Gran decisión. Cogimos el trenecito que te lleva hasta la larga pasarela del Circuito Superior y, justo antes de que el tren se detuviese, la lluvia aflojó, aunque no paró de caer una fina lluvia durante el resto de la visita al parque.
La pasarela discurre por la parte más ancha del río Iguazú, que mide 1,5 Km. Ese río, de aguas turbias, parece no acabarse nunca. Pasamos por los restos de una antigua pasarela que fue arrollada por el río durante una crecida y finalmente llegamos a la famosa Garganta del Diablo, que es el salto más caudaloso de todos.
Sencillamente espectacular. Nos quedamos maravillados. No habíamos visto tanta agua junta en la vida. Es uno de esos lugares en los que uno se siente insignificante ante el poder de la naturaleza. Para acabar de adornar el momento, numerosos vencejos entraban y salían de las cascadas a toda velocidad. Los vencejos son pequeños pájaros que habitan en la Garganta del Diablo y que anidan detrás de las cascadas. Aunque nos costó un pequeño catarro que no pasó a mayores pero que nos duró algunos días, la parte argentina de las cascadas había resultado inolvidable. Volvimos al hotel donde nos esperaban nuestros queridos amigos los mosquitos.
El día siguiente, en un día soleado y caluroso, atravesamos en autobús la frontera y entramos a Brasil. Tras bajar y sellar nuestros pasaportes en la frontera, tuvimos que esperar un buen rato otro autobús, brasileño esta vez. Mientras esperábamos, pudimos charlar con un español que también estaba viajando por el mundo. Sólo 20 Km. separan el parque nacional argentino del brasileño, pero tardamos casi dos horas en llegar.
El parque brasileño fue toda una sorpresa. Mucho más moderno y cuidado que el argentino, tiene un recorrido más corto pero más vistoso. Las cataratas, vistas desde este lado, son todavía más espectaculares puesto que se ven de frente y con mejor perspectiva panorámica. En el tramo final, cerca de la Garganta del Diablo, estás literalmente rodeado de cataratas. Vale la pena ver las dos partes de Iguazú: la argentina y la brasileña, igualmente imperdible.
Por el recinto vimos muchos coatíes buscando comida por el suelo. Son muy chulos. También motones de mariposas y algún lagarto tomando el Sol. Pero lo más maravilloso fue ver como volaba hacía nosotros un tucán desde las cataratas argentinas, a unos 600 metros, hasta la copa de un árbol a unos pocos metros por encima de nuestras cabezas en la parte brasileña. Inolvidable.
Justo cuando salimos del parque el cielo se tapó de nuevo y empezó a llover. Menos mal que fue al final. Esta vez tuvimos más suerte que el día anterior. Coger el autobús brasileño de vuelta fue toda una aventurilla porque no conseguíamos hacernos entender. Suerte que conocimos a un simpático coleguilla brasileño que hablaba español y nos echó un cable, que si no aún andaríamos por allí dando vueltas. Tras mucho debatirlo, decidimos no visitar Foz de Iguaçu en Brasil ni visitar Paraguay. Teníamos que continuar y acordamos dejar también el noroeste de Argentina, (Salta, Mendoza, etc.) para otro viaje y al día siguiente, bajo un intenso chaparrón, cogimos un autobús de vuelta a Buenos Aires y nos alojamos una noche en el mismo hostel de la calle Florida donde estuvimos días antes, con la intención de seguir viajando hacia el Sur. Conocimos entonces a Peter, un Australiano de Camberra que nos ofreció su casa para pasar unos días con él cuando llegáramos por aquellas tierras. Un tipo entrañable.
Poco hicimos en Buenos Aires al día siguiente, aparte de comprar los boletos de autobús que llevarían este barco llamado Aventura hasta su siguiente puerto. Y nunca mejor dicho, porque nuestro siguiente destino se llamaba Puerto Madryn, en la Península Valdés, ya en plena Patagonia argentina. Allí esperábamos ver ballenas, pingüinos y leones marinos. ¿Los vimos? Tendréis que esperar al siguiente capítulo para averiguarlo, amigos.
Por la mañana, tras un buen desayuno en el bus también incluido, llegamos a Puerto Iguazú. Localizamos nuestro hostel, que era limpio, confortable y con una pequeña piscina (que no llegamos a probar). Conseguimos una habitación doble más barata que el dormitorio compartido. La tarjeta de “Youth Hosteling International” empezaba a servir para algo aquí en Argentina (ya nos sirvió en el hostel de Buenos Aires). Una vez instalados y agobiados por el calor y el cansancio del viaje, nos pegamos una buena siesta reparadora.
Puerto Iguazú, al noreste de Argentina, se encuentra justo en la frontera con Brasil y Paraguay, separados entre sí por los ríos Iguazú y Paraná. Después de la siesta, nos fuimos andando hasta el Hito de las Tres Fronteras. El sitio se llama así porque desde allí pueden observarse los tres hitos (pequeños obeliscos) que hay en la orilla de cada país, pintados con los colores nacionales correspondientes. También hay un mercadillo de artesanía que no tiene mayor interés, la verdad.
Después del atardecer volvimos dando un agradable paseo hasta el pueblo, donde descubrimos un restaurante de cocina al wok oriental muy bueno, con buen ambiente y música de fondo de Estopa y Manu Chao (los dos días que fuimos pusieron la misma música). Eso sí, algo caro como todo aquí. Los argentinos abusan todo lo que pueden de las zonas turísticas. Pero nos gustó tanto que repetimos.
La característica más destacada de toda esta zona, aparte del calor, la humedad y la selva, es que la tierra está teñida de un intenso color rojo que, en contraste con el verde de la espesa vegetación, se ve por todas partes: los caminos, las ruedas y faldones de los coches, el calzado de la gente, las aceras… La “Tierra Colorada” se extiende por casi toda la provincia de Misiones, desde Posadas hasta Puerto Iguazú e incluso una parte de Brasil y Paraguay. Ese peculiar color se debe a la abundancia de óxido de hierro en el subsuelo.
El día siguiente amaneció nublado y casi lo agradecimos pensando que haría menos calor que el día anterior. Después de un ratito de autobús, entramos al Parque Nacional Iguazú (40 pesos la entrada) donde nos esperaban las famosas Cataratas del Iguazú, paraje declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. El nombre proviene de las palabras “y” y “guasu”, que significan “agua” y “grande” en guaraní. No hay mejores palabras para describir este lugar. Las cataratas constan de 275 saltos de agua (el mayor conjunto de saltos del planeta) de hasta 80 metros de altura y una extensión de 2700 metros que discurren entre Argentina y Brasil, rodeadas de exuberante selva subtropical. Son también las cataratas con mayor caudal de agua del mundo y dicen que las más bellas del planeta. Habrá que ver todas las demás a ver si es verdad…
Contratamos en la entrada un tour en lancha por las cascadas que llaman “Aventura Náutica” y empezamos la visita recorriendo el Circuito Inferior, andando por largas pasarelas, viendo las cataratas más pequeñas desde abajo y algún tucán, rodeados de mariposas y vapor de agua, hasta llegar a Punta Peligro.
Desde allí una barca te puede llevar gratis hasta la isla San Martín, situada entre las cascadas, pero cuando fuimos nosotros el caudal de agua era muy alto y estaba cerrada por seguridad. Lástima. Allí mismo nos embarcamos en la lancha de la “Aventura Náutica”. Antes nos quitamos la ropa y nos quedamos en traje de baño (más el chaleco salvavidas) que llevábamos debajo. Y acertamos porque acabamos empapados.
Suerte que también nos llevamos el paraguas, porque tuvimos que seguir andando aún mojados y en bañador un buen tramo hasta una de las cafeterías del parque. Nos secamos y cambiamos en los lavabos y tomamos algo caliente. Estuvimos a punto de decidir volver a casa, porque no parecía que fuese a parar de llover. Al final, nos compramos unos chubasqueros de usar y tirar y decidimos seguir adelante. Gran decisión. Cogimos el trenecito que te lleva hasta la larga pasarela del Circuito Superior y, justo antes de que el tren se detuviese, la lluvia aflojó, aunque no paró de caer una fina lluvia durante el resto de la visita al parque.
La pasarela discurre por la parte más ancha del río Iguazú, que mide 1,5 Km. Ese río, de aguas turbias, parece no acabarse nunca. Pasamos por los restos de una antigua pasarela que fue arrollada por el río durante una crecida y finalmente llegamos a la famosa Garganta del Diablo, que es el salto más caudaloso de todos.
Sencillamente espectacular. Nos quedamos maravillados. No habíamos visto tanta agua junta en la vida. Es uno de esos lugares en los que uno se siente insignificante ante el poder de la naturaleza. Para acabar de adornar el momento, numerosos vencejos entraban y salían de las cascadas a toda velocidad. Los vencejos son pequeños pájaros que habitan en la Garganta del Diablo y que anidan detrás de las cascadas. Aunque nos costó un pequeño catarro que no pasó a mayores pero que nos duró algunos días, la parte argentina de las cascadas había resultado inolvidable. Volvimos al hotel donde nos esperaban nuestros queridos amigos los mosquitos.
El parque brasileño fue toda una sorpresa. Mucho más moderno y cuidado que el argentino, tiene un recorrido más corto pero más vistoso. Las cataratas, vistas desde este lado, son todavía más espectaculares puesto que se ven de frente y con mejor perspectiva panorámica. En el tramo final, cerca de la Garganta del Diablo, estás literalmente rodeado de cataratas. Vale la pena ver las dos partes de Iguazú: la argentina y la brasileña, igualmente imperdible.
Justo cuando salimos del parque el cielo se tapó de nuevo y empezó a llover. Menos mal que fue al final. Esta vez tuvimos más suerte que el día anterior. Coger el autobús brasileño de vuelta fue toda una aventurilla porque no conseguíamos hacernos entender. Suerte que conocimos a un simpático coleguilla brasileño que hablaba español y nos echó un cable, que si no aún andaríamos por allí dando vueltas. Tras mucho debatirlo, decidimos no visitar Foz de Iguaçu en Brasil ni visitar Paraguay. Teníamos que continuar y acordamos dejar también el noroeste de Argentina, (Salta, Mendoza, etc.) para otro viaje y al día siguiente, bajo un intenso chaparrón, cogimos un autobús de vuelta a Buenos Aires y nos alojamos una noche en el mismo hostel de la calle Florida donde estuvimos días antes, con la intención de seguir viajando hacia el Sur. Conocimos entonces a Peter, un Australiano de Camberra que nos ofreció su casa para pasar unos días con él cuando llegáramos por aquellas tierras. Un tipo entrañable.
Poco hicimos en Buenos Aires al día siguiente, aparte de comprar los boletos de autobús que llevarían este barco llamado Aventura hasta su siguiente puerto. Y nunca mejor dicho, porque nuestro siguiente destino se llamaba Puerto Madryn, en la Península Valdés, ya en plena Patagonia argentina. Allí esperábamos ver ballenas, pingüinos y leones marinos. ¿Los vimos? Tendréis que esperar al siguiente capítulo para averiguarlo, amigos.