lunes, 11 de agosto de 2008

Centro y DF

Sobre México DF (los de aquí simplemente lo llaman México o Ciudad de México) habíamos oído y leído tantas cosas sobre su peligrosidad y sus altos índices de delincuencia que, cuando llegamos en plena noche a la estación de autobús y sin reserva previa para dormir, nos “preocupamos” un poco, por no decir otra cosa. Sobretodo al leer que hay aquí algunos taxistas que te llevan a un descampado y te atracan o te violan o las dos cosas. Bueno, en nuestro caso, al ser dos, no sería violación sino “menage a trois”. El caso es que hay que coger siempre lo que llaman “taxis seguros”, por si las moscas. Al final, para nuestra tranquilidad, pudimos reservar un hostel por teléfono desde la propia estación de buses y coger un taxi seguro hasta, o eso creímos nosotros, nuestro hostel. Pero no, por que, por culpa de unas obras, el taxista nos tuvo que dejar al principio del zócalo, que es la plaza central de México y una de las más grandes del mundo. Y aquello estaba desierto. Ni un alma por la calle. Ni un coche circulando. Muy extraño… Todos los zócalos en los que habíamos estado hasta ahora estaban muy concurridos y animados por las noches y este, el de la capital, era una gran explanada vacía y solitaria. Pues nada, otra vez “preocupados”… Por suerte, encontramos enseguida el hostel, que esta cerca del zócalo, y nos relajamos un poco. A pesar de todo y tras pedir consejo en el hostel, salimos a cenar a un restaurante cercano, café “El popular”, que abre 24 horas. Y volvimos a dormir al poco.

Por cierto, el hostel, “Hostal Moneda”, no es ninguna maravilla y es algo caro (cuantas más noches te quedas te sale más barato) aunque el precio incluye el desayuno y la cena. Pero está en el puro centro, el personal es muy amable y tiene una terraza en el ático con unas vistas muy bonitas de los tejados y de la catedral, donde se desayuna y donde se puede tomar algo por la noche. Allí nos quedamos cuatro noches y dos más en el hotel San Antonio, mucho más barato pero sin desayuno ni terraza con encanto, aunque también estuvimos muy a gusto.

Sigamos donde lo habíamos dejado: a la mañana siguiente, al salir a la calle después del desayuno, todo cambió. El zócalo y las calles estaban llenos de gente. Al lado de nuestro hostel había una zona de tiendas y mercados callejeros concurridísimos y una variada fauna: Músicos callejeros, chamanes vestidos de Dios sabe qué haciendo una especie de purificación con copal, el incienso azteca, en plena calle (y la gente hacía cola), vendedores de cuchillas de afeitar sueltas, limpiabotas, taxis, puestos de comida, gente ofreciéndose para chapuzas de todos tipo (paletas, carpinteros, electricistas, etc.) sentados al lado de la catedral… En fin, ruido y movimiento por doquier. Pero ni sensación de inseguridad ni ningún rastro de delincuencia o peligrosidad y se ven policías por todas partes, lo que también ayuda.

Lo que pasa es que en México DF han pasado y aún pasan una racha de delincuencia importante pero el gobierno ha colocado cientos de policías nuevos por las calles y parece que ha mejorado un poco la situación. Aún así, cuando se hace de noche, la gente tiene ya la costumbre de recogerse temprano y se hace difícil encontrar un restaurante o un bar abierto a partir de las 9 o 10 de la noche. Alucinábamos. A esa horas en Barcelona, por poner un ejemplo, las calles están a reventar y en cambio aquí, siendo una ciudad muchísimo más grande en el país del tequila y los rancheras, todo esta cerrado, ni una triste cantina abierta (al menos por la zona del centro, por donde más nos movimos). Así que no catamos la vida nocturna del centro del DF sencillamente por que no la encontramos y, viendo el plan, tampoco la buscamos.Como anécdota sobre la delincuencia, conocimos a una señora que padeció lo que aquí llaman un secuestro exprés, que está muy de moda, con su propio hijo (aunque todo acabó bien en su caso): cogen un número de teléfono al azar de la guía telefónica y llaman diciendo que tienen a tu hijo y que les entregues cierta cantidad de dinero o lo matan, así, a boleo, sin comprobar nada. Si cuela, cuela. Y muchos, que tienen hijos, tragan y pagan (cuado le tocan a uno los hijos se pierde el oremus). Luego aparece tu hijo por la puerta de tu casa tan campante y sin saber nada de lo sucedido. Pero tú ya has soltado la pasta. Un negocio redondo, vamos.

En México nos dedicamos a hacer turismo puro y duro y para eso nada mejor que un “turibus” que es un autobús turístico (de gracioso nombre) de esos de dos plantas abiertos por arriba y que funciona como uno de línea. Hace un recorrido de 4 horas por un montón de paradas en los principales puntos turísticos y pasa cada 15 minutos. Te dan unos auriculares que te van explicando y que te van metiendo unos rampazos que te erizan todo el bello del cuerpo. De vez en cuando, alguno de los pasajeros pegaba un gritito apagado, intentando disimular, señal inequívoca de que ya se había llevado un buen latigazo. Risas aseguradas. El ticket vale para todo el día y vale la pena. Así visitamos el Museo Antropológico (que es visita ineludible y para estarse varias horas) y el Bosque de Chapultepec (un enorme parque con dos lagos donde dimos un largo paseo), entre otras cosas. Pero se nos puso a llover y volvimos al hotel.

Lo pasamos muy bien callejeando por la Alameda, otro parque en pleno centro, donde comimos en los puestos callejeros y nos reímos escuchando a los numerosos humoristas que hay por allí, imitadores de Cantinflas incluidos. Otra visita destacada fue la casa de Frida Kalo, donde luego vivió también Diego Rivera. Está llena de recuerdos de ambos: cartas personales, libros, fotografías… y la casa está tal cual estaba en la época. La única pega es que no hay cuadros expuestos, sólo una colección de dibujos hechos por Frida. Una buena parte de la obra de Frida Kalo y Diego Rivera está en el museo Dolores Olmedo, al que no nos dio tiempo de ir. Una verdadera lástima. Sí pudimos ir al Palacio Nacional, que alberga unos famosos murales de Diego de Rivera y es gratis.

Las risas se las hechó Eli viéndomelas pasar canutas por culpa de mi vértigo cuando subimos a la Torre Latinoamericana, el segundo edificio más alto del DF. Ya subiendo por ascensor perdí dos o tres kilos de tanto que sudé. Pero valió la pena, las vistas desde allá arriba son muy buenas.

Tampoco podemos olvidar, como no, la visitas arqueológicas de rigor. Hicimos dos. La primera a los restos del Templo Mayor de Tenochtitlan (lo que hoy es México), justo al lado del zócalo. Si los mayas nos enamoraron los aztecas nos sorprendieron (aunque fueron mucho más sanguinarios que los mayas, eso sí): Construyeron aquí la mayor ciudad de su época en el medio de un enorme lago. Tenía cuatro carreteras que la conectaba con tierra firme y canales como en Venecia. Toda la actual ciudad de México esta encima de dicho lago, o lo que queda de él. Muchos edificios antiguos están ladeados, hundidos en parte, o agrietados debido al fondo de lodo sobre el que están construidos. Hay zonas que ya se han hundido unos diez metros. Muy curioso.

Y la segunda visita arqueológica fue a Teotihuacan, impresionante ciudad muy anterior a los mexicas. El sitio es enorme y conste que sólo se ve el diez por ciento de lo que fue. Allí andamos durante cuatro kilómetros, que es lo que tiene la calzada principal, flanqueada de restos a lado y lado, hasta llegar a la pirámide del Sol, de proporciones colosales, a la que subí yo sólo (Eli, con sus dos operaciones en la rodilla nos se atrevió) y la pirámide de la Luna, de tamaño nada despreciable y a la que sí subimos los dos. Imprescindible de verdad.

Ya dejando la capital, estuvimos dos días en Cuernavaca, en el estado de Morelos. En esta ciudad se estableció el mismísimo Hernán Cortés y visitamos su palacio. No vivió nada mal, pardiez. Nos gustó mucho el zócalo, muy animado todo el día, y el mercado de artesanías. En esta ciudad comimos uno de los mejores menús del día de todo México.

Para acabar, un pequeño tesoro en el estado de Guerrero: Taxco, antiguo pueblo minero situado en la falda de una montaña en el que estuvimos un par de días, pero podríamos haber estado una semana. Aunque a Eli no le iba nada bien subir y bajar las empinadísimas cuestas. El pueblo es un encanto: todas las casas, que se van “amontonando” unas encima de otras a medida que se sube la montaña, tienen el mismo estilo arquitectónico y están pintadas de blanco. Los comercios, que son muchos (sobretodo de joyerías y platerías, aunque ya no queden minas en la zona), tienen sus rótulos pintados a mano con la misma tipografía y sólo con pintura negra sobre pared blanca. Todo debido a una ordenanza municipal que hace que el pueblo tenga ese aspecto tan auténtico. Y apenas vimos turistas, lo que es de agradecer. Imperdonable no visitarlo si se tiene la oportunidad.

Después de Taxco volvimos a la capital donde cogimos un avión con destino a los Estados Unidos de América. Bueno, en realidad fueron dos porque por una avería tuvimos que bajarnos a mitad de camino, en Cabo San Lucas (México), y subirnos a otro distinto. Esto días después de la tragedia de Barajas... todo el mundo asustadísimo. Pero todo fue bien y, en el doble de tiempo previsto, llegamos a Los Ángeles, California. Pero esa es ya otra película…

domingo, 10 de agosto de 2008

Sur y costa del golfo

Después de unas 15 horas de autobús desde Mérida, ahí es nada, durmiendo casi todo el trayecto (menos mal que los autobuses son tan cómodos aquí), llegamos a San Cristóbal de las Casas, estado de Chiapas, ya bien entrada la tarde. Muy fresquitos, nosotros, con nuestras chanclas y nuestras mangas cortas. Pero nada más bajar del autobús nos dimos cuenta de que habíamos pasado un pequeño dato por alto: Las Casas, como la llaman los lugareños, está a 2200 metros sobre el nivel del mar y por la tarde-noche refresca, aún en pleno agosto (el clima de montaña es lo que tiene). Nada que una chaquetita no solucione, que tampoco es para tanto. Eso sí, nos llovió un rato casi todas las tardes. Pero agradecimos el cambio de clima y el cambio de paisaje. ¡Y qué paisaje! San Cristóbal esta rodeado de altas montañas, verdes y frondosas como ellas solas (seguimos en el trópico, amigos, y aquí llueve mucho) y envueltas en niebla durante buena parte del día (¿o eran nubes?).

Nos alojamos en el “Hostal Posada México”, un sitio con muy buen ambiente y con un patio ajardinado donde se puede desayunar (incluido en el precio y buenísimo, por cierto) o tomarse unas chelas, que así llaman aquí a las cerveza, escuchando buena música (en una pared está dibujado Jimi Hendrix, no os decimos más). La habitación también estaba muy bien, grande y con lavabo privado. Después de la mala experiencia en Mérida siempre hemos escogido lavabo privado. Eso sí, el alojamiento aquí es bastante caro, comparado con otros sitios de México.

La ciudad, que tiene aspecto de pueblecito grande, es verdaderamente encantadora. Todo son casas de una o dos plantas y lo tradicional es que tengan un patio interior con una fuente en el medio. Las casas y las calles están muy bien cuidadas (¡Qué diferenciaron con Mérida!) y están repletas de tiendas, bares y restaurantes de todos los tipos. La oferta gastronómica es enorme y de calidad, y en los locales suele haber música en directo. Por cierto, yo (Darry) me hubiese fumado algún cigarrito la noche en que viendo a unos tipos tocar una buena versión del “Sultans of Swing” de los Dire Straits, degustábamos una Negra Modelo (que es una cerveza, no penséis cosas raras) en un local llamado “El Gato Gordo”. Pero no lo hice, por que… ¡He dejado de fumar! Desde que empezamos este viaje no he vuelto a sostener un cigarrillo entre mis dedos.

Pero volviendo a San Cristóbal, sorprende la cantidad de indígenas que hay por la calle. Todos se dedican a la venta ambulante. También hay dos grandes mercados, uno de artesanías y otro, enorme, de alimentación. Todos los vendedores son indígenas que bajan de sus comunidades, arriba en las montañas, a ganarse la vida. Ninguno vive en la ciudad.

Y hablando de comunidades indígenas, vale la pena coger un colectivo (pequeña furgoneta que hace las veces de autobús pero mucho más barato y mucho más estrecho) junto con los indígenas (los turistas suelen ir en autobús en tours organizados) y subirse hasta San Juan Chamula, pequeño pueblecito indígena, a dejarse atosigar por los niños y niñas que te salen al paso a intentar venderte sus artesanías. Lo gracioso del tema es que te entran como si de antemano supiesen que les vas a decir que no. Por ejemplo, te dicen, todo seguido, “¿Quizás? ¿A lo mejor? ¿Si te lo piensas? ¿Tal vez? ¿Si cambias de opinión?”, mientras te enseñan sus mercancías con una sonrisa cautivadora de oreja a oreja. Son muy graciosos. Y hay que decir que los niños y niñas indígenas nos parecieron guapísimos.

San Cristóbal nos encantó y nos lo tomamos con calma. La ciudad invita a relajarse, a sentarse un rato en un banquito del zócalo, a pasear recorriendo las calles y plazas, repletas de tiendas y mercados. Y eso es lo que hicimos durante cinco días. En realidad, íbamos a estar sólo cuatro, pero cuando estábamos a punto de coger el autobús, con todos nuestros bártulos a cuestas, Eli se puso enferma y tuvimos que quedarnos una noche más. La culpa la tuvieron unas empanadas de queso (rancio, para más señas) que comimos en Palenque. Desde entonces, Eli no volvió a comer queso en toda nuestra estancia en México.

El camino a Palenque, que fue la única excursión larga que hicimos desde San Cristóbal, merece una explicación a parte. Cogimos un tour en furgoneta y, aunque sólo está a 175 Km, se tardan 5 horas de ida (saliendo a las seis de la mañana) y cinco de vuelta, por que la carretera, que cruza las montañas, está lleno de topes (así llaman aquí a las “bandas sonoras” como tenemos en España, pero exageradas), lo que retrasa muchísimo el avance. Un verdadero palo. Pero vale la pena. De camino visitamos un par de cascadas: Misol-ha y Agua Azul.

Esta región de Chiapas es muy indígena y constantemente se les ve caminar por la carretera. Muchos con machetes en la mano para poder abrirse paso entre la selva. De tanto en tanto, te asaltan niños en plena carretera, aprovechando los topes, para venderte comida o bebida. A veces, había niños que ponían una cuerda de lado a lado de la carretera para detener a los coches y pedirles dinero o venderles cosas, poniendo en peligro sus vidas y la de los conductores. También son numerosos los carteles de apoyo al EZLN, Ejercito Zapatista de Liberación Nacional. Esta sigue siendo una zona conflictiva, aunque ahora la cosa está bastante tranquila, por lo visto. En cualquier caso, pudimos disfrutar del magnifico paisaje de Chiapas por el camino.

Palenque nos alucinó. El lugar es mágico. Abrumador. Unas ruinas mayas bien conservadas en medio de una selva que constituye una reserva natural y fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Se escucha constantemente a los monos aulladores emitir sus atronadores gritos en la profundidad de la selva. Espectacular. No queremos aburrir con las ruinas mayas, de las que ya hemos hablado antes, pero estas son increíbles. No se puede explicar. Hay que estar allí y respirar el ambiente. Aquí se hallan las únicas tumbas mayas encontradas hasta la fecha. La de la Reina Roja, cuya identidad real sigue siendo un misterio, y la del rey Pacal, uno de los monarcas más importantes. De esta ciudad, que corresponde a la etapa clásica maya, la de mayor esplendor, sólo se puede ver un 10 por ciento, pues el resto está todavía devorado por la selva. La única pega es el extremo calor y humedad del lugar, que hace que haya gente que se desmaye a media visita.

De camino a México DF, la capital, visitamos un par de ciudades más, Oaxaca y Veracruz, que no nos aportaron nada que no hubiésemos visto ya, pues son dos típicas ciudades coloniales, muy parecidas a Mérida. A destacar la decepción que nos llevamos con las playas de Veracruz, llenas de ríos con residuos fecales e industriales atravesando la arena en plena centro de la ciudad. Y el repugnante cóctel de gambas que comimos en un chiringuito de playa. Aquí es típico, por lo visto: agua con ketchup, gambas, pulpo y algo viscoso que no logramos identificar pero que tenía una textura repugnante. Los dejamos enteros y, para colmo, nos metieron la clavada más importante hasta la fecha. Fue el único sitio donde no miramos los precios antes y ese fue un error que pagamos caro, nunca mejor dicho.

lunes, 4 de agosto de 2008

Mérida

Llegamos a Mérida, capital del estado de Yucatán, un sábado por la noche, tras unas seis horas de autobús desde Playa del Carmen. Por cierto, en la estación de autobuses de Playa del Carmen pensamos que íbamos a subir a un bus destartalado y viejo, por la pinta que tenía la estación, lo abarrotada que estaba y la desorganización a la hora de anunciar las “corridas” (así llaman aquí a los recorridos o viajes en bus o taxi, no empecemos con las suspicacias…), pero nos llevamos una agradable sorpresa: los autobuses de medio-largo recorrido son comodísimos en México: baratos, limpios, modernos y bien cuidados. Y todos con lavabos (a veces uno para hombres y otro para mujeres), al menos los de primera clase. Te ponen una dos y hasta tres películas, prácticamente de estreno, con auriculares individuales para cada pasajero y en varias pantallas bien repartidas. Y el espacio entre asientos es enorme. En fin, que vale la pena recorrer México usando este medio de transporte, que es lo que estamos haciendo nosotros. Pero estábamos en Mérida. Pues eso, que llegamos sobre las nueve de la noche y cogimos un taxi (en México son bastante baratos también) hasta el hostal que habíamos reservado desde Playa del Carmen. Hostal Santa Lucía, se llamaba. La habitación privada con baño compartido nos costó 110 pesos (unos 8 euros) con desayuno incluido. La verdad, la habitación nos pareció bastante cutre, pero es la única que quedaba esa noche y no teníamos ganas deponernos a buscar otro sitio siendo las horas que eran. Así que dejamos los bultos y nos fuimos a cenar. Como era sábado y estábamos cerca del zócalo, que es la plaza mayor de cualquier ciudad colonial mexicana que se precie, había animación en la calle: Banderolas (era la fiesta del barrio, por lo visto), pequeños conciertos de música tradicional aquí y allá, cientos de vendedores callejeros de todo tipo de productos y mucha gente por la calle. Eso es típico aquí. Los sábados noche, jarana en el zócalo. En realidad, los zócalos están animados todas las tardes de la semana. Son el verdadero centro cultural, social y popular de las ciudades y pueblos mexicanos. En fin, nosotros cenamos en una terracita, dimos una vuelta y a dormir…

…Y a dormir es mucho decir. En aquel cuartucho de menos de dos metros cuadrados en el que estábamos el calor y la humedad eran insoportables. No tenía aíre acondicionado, no tenía ventanas y el ventilador del techo estaba colocado tan arriba que un niño de tres años soplando hubiese sido más efectivo. Pasamos allí la peor noche de nuestras vidas. Veníamos de pasar una semana en un hotel de 5 estrellas y esto nos pareció la alcoba del mismísimo Satanás. Cuando llegamos no hacía tanta calor, pero dos o tres horas después subió mucho la temperatura. A la mañana siguiente, tras comprobar que los baños compartidos tampoco eran mejores, nos fuimos a desayunar: medio plátano, un trocito de sandía, otro trocito de tortilla francesa y café (sin leche) del tipo “aguachirri” que es lo que se estila en México. Mientras, conocimos a una pareja francesa que nos dijeron que ellos tenían una habitación privada, con aire acondicionado y baño privado (aunque para el baño había que salir fuera, este estaba bastante bien) y que ellos ya se iban. Preguntamos al gerente por dicha habitación y nos la quedamos por 160 pesos más. La siguiente noche no tuvo nada que ver, os lo prometemos. Aprendimos la lección y ahora procuramos que no nos vuelva a pasar en el futuro. Por cierto, hay que decir que la gente del hostal es muy amable y dan buena conversación.

En cuanto a la ciudad, el centro histórico es muy parecido al de otras ciudades coloniales. Tiene la catedral más antigua de México y hay muchísimas iglesias por doquier (como en todo México) y de todos los tamaños. Allí no visitamos ningún museo, nos dedicamos a pasear por la ciudad (tampoco hay ninguno especialmente remarcable). Hacía calor y las calles nos parecieron un poco sucias, con muchas casas y calles abandonadas y olores algo pestilentes en algunas zonas (el calor, las papeleras abiertas y un viejo alcantarillado tienen la culpa, probablemente). Nos quedamos con el Zócalo, alguna placita cercana y con una ancha avenida flanqueada a cada lado por preciosas casas y palacetes. Y con las “marquesitas”, una especie de crepe enrollado, relleno de queso o mermelada o Nutella que se come en puestecitos callejeros y que está delicioso. Y con las patatas fritas, también callejeras, que se sirven con una salchicha Frankfurt encima cortada en forma de flor, muy curioso de ver, que estaban de vicio.

sábado, 2 de agosto de 2008

Riviera Maya (Última parte)

La penúltima excursión que hicimos en Riviera Maya fue a la zona arqueológica de Chichen Itzá, en el estado de Yucatán. Chichen Itzá significa “boca del pozo de los Itzá” en maya. Los Itzá fueron el pueblo maya que pobló este lugar y lo de la boca del pozo viene por que allí se encuentra el gran cenote sagrado, una poza de 60 metros de diámetro de la que ya hablamos anteriormente.

El sitio vale la pena de veras. Pero lo que más nos sorprendió (y lo más famoso) fue la pirámide de Kukulkán y el gran juego de pelota maya. El juego de pelota de Chichen Itzá es el mayor y más importante de México. Sólo comentaros que los ganadores del evento religioso (no era un deporte), que podía durar varios días, eran “diosificados”. ¿Y cómo se hacía eso? Pues cortándoles la cabeza para que salieran 7 chorros de sangre, que representaban 7 serpientes sagradas ascendiendo hacia el cielo. Todo un honor. ¿Pues mejor dejarse ganar, no? Pues no. A los perdedores se les amputaban pies y manos y se les dejaba morir agonizando poco a poco. Y, según parece, todo esto sólo lo presenciaban los sumos sacerdotes, pues no había gradas para alojar a público alguno. Todo un sangriento lujo al alcance de unos pocos.

La pirámide está dedicada a Kukulkan, una deidad representada como una serpiente emplumada. Toda la pirámide representa un enorme calendario. Tiene nueve grandes niveles divididos por cada lado por cuatro escaleras, lo que nos da un total de 18, que representa los 18 meses de 20 días del calendario maya. Las escalinatas tienen 91 peldaños cada una, que sumadas dan 364. Si sumamos la plataforma superior, tenemos los 365 día del año. Lo realmente curioso es que durante el equinoccio de primavera a medida que los rayos del Sol inciden en la pirámide las sombras y luces producidas en la escalera norte dan la sensación de que una enorme serpiente repta desde la base hasta la cima de la pirámide. Durante el equinoccio de otoño el efecto se invierte: Kukulkan va de arriba abajo.

Para colmo, los arquitectos mayas estudiaron la acústica del sitio, logrando extraordinarios ecos y amplificaciones tanto en el juego de pelota como en la pirámide. Si susurras algo en el lado norte de la pirámide, se puede escuchar perfectamente en el lado sur (no lo llegamos a comprobar). Lo que sí comprobamos in situ, gracias a nuestro guía, es que si das una palmada frente a la pirámide, el eco hace que se escuche el sonido de un pájaro. Y no sabemos si es un pájaro lo se escucha, pero es bien curioso. Con estos “trucos” debían tener al pueblo totalmente alucinado.

Un último apunte sobre esta pirámide. El calendario maya se acaba el 21 de diciembre de 2012. Los mayas fueron grandes astrónomos. Nunca han fallado en una predicción astronómica. Y dejaron escrito que ese día, el 21 de diciembre de 2012, “el mundo tal como lo conocemos hoy cambiará”. Sobre estas palabras se han hecho todo tipo de lecturas, según nos explicó nuestro simpático guía. Y una de ellas es que la inclinación de la tierra cambiará, lo que provocaría grandes desplazamientos del mar, cambiando con ello el dibujo de los continentes tal como los conocemos hoy. Pues bien, si el día 21 de marzo en la pirámide de Chichen Itzá no asciende Kukulkan, la serpiente emplumada, se confirmará la teoría y se demostrará que los mayas tenían razón. Ni que decir tiene que están todas las entradas vendidas con mucha antelación para ese gran día.

Pero dejemos ya la arqueología, que ya volveremos con ella más adelante. La última de las excursiones que hicimos desde Riviera Maya fue a la reserva de la biosfera de Sian Ka’an (“Donde comienza el cielo”, en Maya), declarado patrimonio natural por la UNESCO. Son más de 5.000 Km cuadrados de selva, manglares e islas, además de los arrecifes de coral. Sólo fuimos Merche, Joan y Yo (Darry). Condujimos nosotros mismos en Jeep durante más de hora y media por pistas de tierra hasta llegar a Punta Allen, donde nos llevaron en lanchas a ver el lago negro, una gran zona de manglar rojo, donde las hojas de los manglares, al caer, dejan escapar su tinte en el fondo del lago dándole al agua ese aspecto oscuro que da nombre al lugar. Precioso y extraño sitio. Más tarde hicimos una pausa para bañarnos en una piscina natural, como allí la llaman: una playa de aguas azul turquesa con el mar totalmente liso como una balsa de aceite y de poca profundidad. Por cierto, encontramos dos granes caracolas vivas buceando por la zona (las devolvimos, por supuesto). Un lujazo de sitio.

Luego recorrimos la costa con las lanchas y vimos muchos tipos de aves marinas, tortugas marinas, estrellas de mar y, para nuestra sorpresa, delfines. Estos últimos estuvieron largo rato con nosotros, emergiendo de tanto en tanto por breves lapsos de tiempo.

Para terminar la larga jornada, hicimos snorkel en un arrecife de coral que, aunque no estuvo nada mal, nos decepcionó un poco, ya que no nos llevaron al verdadero arrecife, ese que es el segundo más grande del planeta en su tipo, y que se encontraba a escasos 500 metros de donde estábamos. Una lástima. De vuelta y tras otra hora y media larga de conducción, regresamos al punto de partida, donde una furgoneta debía llevarnos de vuelta a nuestro hotel. Pero ahí no acabó la aventura: Por el camino se reventó una rueda en plena autopista cuando íbamos a más de 110 Km/h. Parecía que nos íbamos a chocar contra la mediana, pero el conductor reaccionó correctamente. Los 13 o 14 que íbamos allí bajamos blancos de la maldita furgoneta. Al final nos vino a buscar otra y nos dejó sanos y salvos en nuestro hotel.

Al día siguiente se acababan las vacaciones para Carme, Merche y Joan, que cogieron un avión de vuelta a España dejándonos solos. Ahora sí empezaba de verdad nuestro viaje… Y se acabaron los lujosos hoteles, como ya explicaremos en nuestra siguiente parada: la ciudad de Mérida, en el estado de Yucatán.